lunes, 8 de diciembre de 2008
hermeto pascoal, lagoa da canoa
domingo, 7 de diciembre de 2008
trio sambrasa, em som maior
jueves, 4 de diciembre de 2008
Spinetta un mañana
jueves, 16 de octubre de 2008
la noche boca arriba, julio cortazar
La noche boca arriba |
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A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerro los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás. Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían. Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante. -Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de al lado-. No brinque tanto, amigazo. Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última a visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes, como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor, y quedarse. Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, mas precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose. Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él, aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada mas allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores. Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás. -Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien. Al lado de la noche de donde volvía la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco. Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno. Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el mas fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero como impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de su vida. Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegados a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras. |
miércoles, 1 de octubre de 2008
chiapas el sureste en dos vientos, una tormenta y una profecia
CHIAPAS: EL SURESTE EN DOS VIENTOS,
UNA TORMENTA Y UNA PROFECIA
Muy estimados señores:
Ahora que Chiapas nos reventó en la conciencia nacional, muchos y muy variados autores desempolvan su pequeño Larousse ilustrado, su México desconocido, sus diskets de datos estadísticos del Inegi o el Fonhapo o hasta los textos clásicos que vienen desde Bartolomé de las Casas. Con el afán de aportar a esta sed de conocimientos sobre la situación chiapaneca, les mandamos un escrito que nuestro compañero Sc. I. Marcos realizó a mediados de 1993 para buscar que fuera despertando la conciencia de varios compañeros que por entonces se iban acercando a nuestra lucha.
Esperamos que este material se gane un lugar en alguna de las secciones o suplementos que conforman su prestigiado diario. Los derechos de autor pertenecen a los insurgentes, los cuales se sentirán retribuidos al ver algo de su historia circular a nivel nacional. Tal vez así otros compañeros se animen a escribir sobre sus estados y localidades esperando que otras profecías al igual que la chiapaneca también se vayan cumpliendo.
Departamento de Prensa y Propaganda, EZLN
Selva Lacandona, México, enero de 1994
Viento primero
El de arriba
Que narra cómo el supremo gobierno se enterneció de la miseria indígena de Chiapas y tuvo a bien dotar a la entidad de hoteles, cárceles, cuarteles y un aeropuerto militar. Y que narra también cómo la bestia se alimenta de la sangre de este pueblo y otros infelices y desdichados sucesos.
Suponga que habita usted en el norte, centro u occidente del país. Suponga que hace usted caso de la antigua frase de Sectur de "Conozca México primero". Suponga que decide conocer el sureste de su país y suponga que del sureste elige usted al estado de Chiapas. Suponga que toma usted por carretera (llegar por aire a Chiapas no sólo es caro sino improbable y de fantasía: sólo hay dos aeropuertos "civiles" y uno militar). Suponga que enfila usted por la carretera Transístmica. Suponga que no hace usted caso de ese cuartel que un regimiento de artillería del ejército federal tiene a la altura de Matías Romero y sigue usted hasta la Ventosa. Suponga que usted no advierte la garita que el Servicio de Inmigración de la Secretaría de Gobernación tiene en ese punto (y que hace pensar que uno sale de un país y entra en otro). Suponga que usted gira a la izquierda y toma decididamente hacia Chiapas. Kilómetros más adelante dejará usted Oaxaca y encontrará un gran letrero que reza "BIENVENIDO A CHIAPAS". ¿Lo encontró? Bien, suponga que sí. Usted entró por una de las tres carreteras que hay para llegar al estado: por el norte del estado, por la costa del Pacífico y por esta carretera que usted supone haber tomado, se llega a este rincón del sureste desde el resto del país. Y la riqueza sale de estas tierras no sólo por estas tres carreteras. Por miles de caminos se desangra Chiapas: por oleoductos y gasoductos, por tendidos eléctricos, por vagones de ferrocarril, por cuentas bancarias, por camiones y camionetas, por barcos y aviones, por veredas clandestinas, caminos de terracería, brechas y picadas; esta tierra sigue pagando su tributo a los imperios: petróleo, energía eléctrica, ganado, dinero, café, plátano, miel, maíz, cacao, tabaco, azúcar, soya, sorgo, melón, mamey, tamarindo y aguacate, y sangre chiapaneca fluye por los mil y un colmillos del saqueo clavados en la garganta del sureste mexicano. Materias primas, miles de millones de toneladas que fluyen a los puertos mexicanos, a las centrales ferroviarias, aéreas y camioneras, con caminos diversos: Estados Unidos, Canadá, Holanda, Alemania, Italia, Japón; pero con el mismo destino: el imperio. La cuota que impone el capitalismo al sureste de este país rezuma, como desde su nacimiento, sangre y lodo.
Un puñado de mercaderes, entre los que se cuenta el Estado mexicano, se llevan de Chiapas toda la riqueza y a cambio dejan su huella mortal y pestilente: el colmillo financiero obtuvo, en 1989, una captación integral de un millón 222 mil 669 millones de pesos y sólo derramó en créditos y obras 616 mil 340 millones. Más de 600 mil millones de pesos fueron a dar al estómago de la bestia.
En las tierras chiapanecas hay 86 colmillos de Pemex clavados en los municipios de Estación Juárez, Reforma, Ostuacán, Pichucalco y Ocosingo. Cada día succionan 92 mil barriles de petróleo y 516.7 mil millones de pies cúbicos de gas. Se llevan el gas y el petróleo y dejan, a cambio, el sello capitalista: destrucción ecológica, despojo agrario, hiperinflación, alcoholismo, prostitución y pobreza. La bestia no está conforme y extiende sus tentáculos a la selva Lacandona: ocho yacimientos petrolíferos están en exploración. Las brechas se abren a punta de machetes, los empuñan los mismos campesinos que quedaron sin tierra por la bestia insaciable. Caen los árboles, retumban las explosiones de dinamita en terrenos donde sólo los campesinos tienen prohibido tumbar árboles para sembrar. Cada árbol que tumben les puede costar una multa de 10 salarios mínimos y cárcel. El pobre no puede tumbar árboles, la bestia petrolera, cada vez más en manos extranjeras, sí. El campesino tumba para vivir, la bestia tumba para saquear.
También por el café se desangra Chiapas. El 35% de la producción nacional cafetalera sale de estas tierras que emplean a 87 mil personas. El 47% de la producción va al mercado nacional y el 53% se comercializa en el extranjero, principalmente en Estados Unidos y Europa. Más de 100 mil toneladas de café salen del estado para engordar las cuentas bancarias de la bestia: en 1988 el kilo de café pergamino se vendió en el extranjero a un promedio de 8 mil pesos, pero al productor chiapaneco se lo pagaron a 2 mil 500 ó a menos.
El segundo saqueo en importancia, después del café, es el ganado. Tres millones de vacas esperan a coyotes y un pequeño grupo de introductores para ir a llenar los frigoríficos de Arriaga, Villahermosa y el Distrito Federal. Las vacas son pagadas hasta en mil 400 pesos el kilo en pie a los ejidatarios empobrecidos, y revendidos por coyotes e introductores hasta en 10 veces multiplicado el valor que pagaron.
El tributo que cobra el capitalismo a Chiapas no tiene paralelo en la historia. El 55 por ciento de la energía nacional de tipo hidroeléctrico proviene de este estado, y aquí se produce el 20 por ciento de la energía eléctrica total de México. Sin embargo, sólo un tercio de viviendas chiapanecas tienen luz eléctrica. ¿A dónde van los 12 mil 907 gigawatts que producen anualmente las hidroeléctricas de Chiapas?
A pesar de la moda ecológica, el saqueo maderero sigue en los bosques chiapanecos. De 1981 a 1989 salieron 2 millones 444 mil 700 metros cúbicos de maderas preciosas, coníferas y corrientes tropicales con destino al Distrito Federal, Puebla, Veracruz y Quintana Roo. En 1988 la explotación maderera dio una ganancia de 23 mil 900 millones de pesos, 6 mil por ciento más que en 1980.
La miel que se produce en 79 mil colmenas del estado va íntegramente a los mercados de EU y Europa. 2 mil 756 toneladas de miel y cera producidas anualmente en el campo se convierten en dólares que los chiapanecos no verán.
Del maíz, más de la mitad producida aquí va al mercado nacional. Chiapas está entre los primeros estados productores a nivel nacional. El sorgo, en su mayoría, va a Tabasco. Del tamarindo el 90 por ciento va al DF y a otros estados. El aguacate en dos tercios se comercializa fuera del estado, el mamey en su totalidad. Del cacao el 69 por ciento va al mercado nacional y 31 por ciento al exterior con destino a EU, Holanda, Japón e Italia. La mayor parte de las 451 mil 627 toneladas anuales de plátanos se exportan.
¿Qué deja la bestia a cambio de todo lo que se lleva?
Chiapas posee 75 mil 634.4 kilómetros cuadrados, unos 7.5 millones de hectáreas, ocupa el octavo lugar en extensión y tiene 111 municipios organizados para el saqueo en nueve regiones económicas. Aquí se encuentra, del total nacional, el 40 por ciento de las variedades de plantas, el 36 por ciento de los mamíferos, el 34 por ciento de los anfibios y reptiles, el 66 por ciento de las aves, el 20 por ciento de los peces de agua dulce y el 80 por ciento de las mariposas. El 9.7 por ciento de la lluvia de todo el país cae sobre estas tierras. Pero la mayor riqueza de la entidad son los 3.5 millones de chiapanecos, de los cuales las dos terceras partes viven y mueren en el medio rural. La mitad de los chiapanecos no tienen agua potable y dos tercios no tienen drenaje. El 90 por ciento de la población en el campo tiene ingresos mínimos o nulos.
La comunicación es una grotesca caricatura para un estado que produce petróleo, energía eléctrica, café, madera y ganado para la bestia hambrienta. Sólo las dos terceras partes de las cabeceras municipales tienen acceso pavimentado, 12 mil comunidades no tienen más comunicación que los centenarios caminos reales. La línea del ferrocarril no sigue las necesidades del pueblo chiapaneco sino las del saqueo capitalista desde el tiempo del porfirismo. La vía férrea que sigue la línea costera (sólo hay dos líneas: la otra atraviesa parte del norte del estado) data de principios de siglo y su tonelaje es limitado por los viejos puentes porfiristas que cruzan las hidrovenas del sureste. El único puerto chiapaneco, Puerto Madero, es sólo una puerta más de salida para que la bestia saque lo que roba.
¿Educación? La peor del país. En primaria, de cada 100 niños 72 no terminan el primer grado. Más de la mitad de las escuelas no ofrecen más que al tercer grado y la mitad sólo tiene un maestro para todos los cursos que imparten. Hay cifras muy altas, ocultas por cierto, de deserción escolar de niños indígenas debido a la necesidad de incorporar al niño a la explotación. En cualquier comunidad indígena es común ver a niños en las horas de escuela cargando leña o maíz, cocinando o lavando ropa. De 16 mil 58 aulas que había en 1989, sólo mil 96 estaban en zonas indígenas.
¿Industria? Vea usted: el 40 por ciento de la "industria" chiapaneca es de molinos de nixtamal, tortillas y de muebles de madera. La gran empresa, el 0.2 por ciento, es del Estado mexicano (y pronto del extranjero) y la forman el petróleo y la electricidad. La mediana industria, el 0.4 por ciento está formada por ingenios azucareros, procesadora de pescados y mariscos, harina, calhidra, leche y café. El 94.8 por ciento es microindustria.
La salud de los chiapanecos es un claro ejemplo de la huella capitalista: un millón y medio de personas no disponen de servicio médico alguno. Hay 0.2 consultorios por cada mil habitantes, cinco veces menos que el promedio nacional. Hay 0.3 camas de hospital por cada mil chiapanecos, tres veces menos que en el resto de México; hay un quirófano por cada 100 mil habitantes, dos veces menos que en el país; hay 0.5 médicos y 0.4 enfermeras por cada mil personas, dos veces menos que el promedio nacional.
Salud y alimentación van de la mano en la pobreza. El 54 por ciento de la población chiapaneca está desnutrida y en la región de los altos y selva, este porcentaje de hambre supera el 80 por ciento. El alimento promedio de un campesino es: café, pozol, tortilla y frijol.
Todo esto deja el capitalismo en pago por lo que se lleva.
Esta parte del territorio mexicano que se anexa por voluntad propia a la joven república independiente en 1824, apareció en la geografía nacional hasta que el boom petrolero recordó a la nación que había un sureste (en el sureste está el 82 por ciento de la capacidad instalada de la planta petroquímica de Pemex); en 1990 las dos terceras partes de la inversión pública en el sureste fue para energéticos. Pero este estado no responde a modas sexenales, su experiencia en saqueo y explotación se remonta desde siglos atrás. Igual que ahora, antes fluían a las metrópolis, por las venas del saqueo, maderas y frutas, ganados y hombres. A semejanza de las repúblicas bananeras pero en pleno auge del neoliberalismo y las "revoluciones libertarias", el sureste sigue exportando materias primas y mano de obra y, como desde hace 500 años, sigue importando lo principal de la producción capitalista: muerte y miseria.
Un millón de indígenas habitan tierras y comparten con mestizos y ladinos una desequilibrada pesadilla: aquí su opción, después de 500 años del "encuentro de dos mundos", es morir de miseria o de represión. El programa de optimización de la pobreza, esa pequeña mancha de social democracia que salpica ahora al Estado mexicano y que con Salinas de Gortari lleva el nombre de Pronasol es una caricatura burlona que cobra lágrimas de sangre a los que, bajo estas lluvias y soles, se desviven.
¡¡Bienvenido!!... Ha llegado usted al estado más pobre del país: Chiapas.
Suponga que sigue usted manejando y de Ocosocoautla baja usted a Tuxtla Gutiérrez, capital del estado. No se detenga mucho; Tuxtla Gutiérrez es sólo una gran bodega que concentra producción de otras partes del estado. Aquí llega parte de la riqueza que será enviada a donde los designios capitalistas decidan. No se detenga, apenas toca usted los labios de las fauces sangrantes de la fiera. Pase usted por Chiapas de Corzo sin hacer caso de la fábrica que Nestlé tiene ahí, y empiece a ascender la sierra. ¿Qué ve? Está en lo cierto, entró usted a otro mundo: el indígena. Otro mundo, pero el mismo que padecen millones en el resto del país.
Este mundo indígena está poblado por 300 mil tzeltales, 300 mil tzotziles, 120 mil choles, 90 mil zoques y 70 mil tojolabales. El supremo gobierno reconoce que "sólo" la mitad de este millón de indígenas es analfabeta.
Siga por la carretera sierra adentro llega usted a la región llamada los altos de Chiapas. Aquí, hace 500 años el indígena era mayoritario, amo y señor de tierras y aguas. Ahora sólo es mayoritario en número y pobreza. Siga, lléguese hasta San Cristóbal de las Casas, hace 100 años era la capital del estado pero las pugnas interburguesas le quitaron el dudoso honor de ser capital del estado más pobre de México. No, no se detenga, si Tuxtla Gutiérrez es una gran bodega, San Cristóbal es un gran mercado: por miles de rutas llega el tributo indígena al capitalismo, tzotziles, tzeltales, choles, tojolabales y zoques, todos traen algo: madera, café, ganado, telas, artesanías, frutas, verduras, maíz. Todos se llevan algo: enfermedad, ignorancia, burla y muerte. Del estado más pobre de México, ésta es la región más pobre. Bienvenido a San Cristóbal de las Casas "Ciudad Colonial" dicen los coletos, pero la mayoría de la población es indígena. Bienvenido al gran mercado que Pronasol embellece. Aquí todo se compra y se vende, menos la dignidad indígena. Aquí todo es caro, menos la muerte. Pero no se detenga, siga adelante por la carretera, enorgullézcase de la infraestructura turística: en 1988 en el estado había 6 mil 270 habitaciones de hotel, 139 restaurantes y 42 agencias de viaje; ese año entraron un millón 58 mil 98 turistas y dejaron 250 mil millones de pesos en manos de hoteleros y restauranteros.
¿Hizo la cuenta? ¿Sí? Es correcto: hay unas siete habitaciones por cada mil turistas, mientras que hay 0.3 camas de hospital para cada mil chiapanecos. Bueno, deje usted las cuentas y siga adelante, libre con cuidado esas tres hileras de policías que, con boinas pintas, trotan por la orilla de la carretera, pase usted por el cuartel de la Seguridad Pública y siga por entre hoteles, restaurantes y grandes comercios, enfile a la salida para Comitán. Saliendo de la "olla " de San Cristóbal y por la misma carretera verá las famosas grutas de San Cristóbal, rodeadas de frondosos bosques ¿Ve usted ese letrero?. No, no se equivoca, este parque natural es administrado por... ¡el ejército! Sin salir de su desconcierto siga adelante... ¿Ve usted? Modernos edificios, buenas casas, calles pavimentadas... ¿Una universidad? ¿Una colonia para trabajadores? No, mire bien el letrero a un lado de los cañones, y lea: "Cuartel General de la 31 Zona Militar". Todavía con la hiriente imagen verde-olivo en la retina llegue usted al crucero y decida no ir a Comitán, así se evitará la pena de ver que, unos metros más adelante, en el cerro que se llama del Extranjero, personal militar norteamericano maneja, y enseña a manejar a sus pares mexicanos, un radar. Decida mejor ir a Ocosingo ya que está de moda la ecología y todas esas pamplinas. Vea usted esos árboles, respire profundo... ¿Ya se siente mejor? ¿Sí? Entonces mantenga su vista a la izquierda porque si no, en el Km. 7, verá usted otra magnífica construcción con el noble símbolo de SOLIDARIDAD en la fachada. No vea, le digo que voltee para otro lado, no se dé cuenta usted de que este edificio nuevo es... una cárcel (dicen las malas lenguas que son ventajas que ofrece Pronasol: ahora los campesinos no tendrán que ir hasta Cerro Hueco, cárcel en la capital del estado). No hombre, no se desanime, lo peor está siempre oculto: el exceso de pobreza espanta al turismo... Siga, baje a Huixtan, ascienda a Oxchuc, vea la hermosa cascada donde nace el río Jataté cuyas aguas atraviesan la Selva Lacandona, pase por Cuxuljá y no siga la desviación que lleva a Altamirano, lléguese hasta Ocosingo: "la puerta de la Selva Lacandona"...
Está bien, deténgase un poco. Una vuelta rápida por la ciudad... ¿Principales puntos de interés? bien: esas dos grandes construcciones a la entrada son prostíbulos, aquello es una cárcel, la de más allá la iglesia, ésa otra es la Ganadera, ése de allá es un cuartel del ejército federal, allá los judiciales, la Presidencia Municipal y más acá Pemex, lo demás son casitas amontonadas que retumban al paso de los gigantescos camiones de Pemex y las camionetas de los finqueros.
¿Qué le parece? ¿Una hacienda porfirista? ¡Pero eso se acabó hace 75 años! No, no siga por esa carretera de terracería que llega hasta San Quintín, frente a la Reserva de los Montes Azules. No, llegue hasta donde se juntan los ríos Jataté y Perlas, no baje ahí, no camine tres jornadas de ocho horas cada una, no llegue a San Martín, no vea que es un ejido muy pobre y muy pequeño, no se acerque a ese galerón que se cae a pedazos y con láminas oxidadas y rotas. ¿Qué es? Bueno, a ratos iglesia, a ratos escuela, a ratos salón de reuniones. Ahorita es una escuela, son las 11 del día. No, no se acerque, no mire dentro, no vea a esos cuatro grupos de niños rebosando de lombrices y piojos, semidesnudos, no vea a los cuatro jóvenes indígenas que hacen de maestros por una paga miserable que tienen que recoger después de caminar las mismas tres jornadas que usted caminó; no vea que la única división entre un "aula" y otra es un pequeño pasillo ¿Hasta qué año se cursa aquí? Tercero. No, no vea esos carteles que es lo único que el gobierno les mandó a esos niños, no los vea: son carteles para prevenir el Sida. . .
Mejor sigamos, volvamos a la carretera pavimentada. Sí, ya sé que está en mal estado. Salgamos de Ocosingo, siga admirando estas tierras... ¿Los propietarios? Sí finqueros. ¿Producción? Ganado, café, maíz... ¿Vio el Instituto Nacional Indigenista? Sí, a la salida ¿Vio esos espléndidos camiones? Son dados a crédito a los campesinos indígenas. Sólo usan gasolina Magna-Sin, por aquello de la ecología... ¿Que no hay Magna-Sin en Ocosingo? Bueno, pues esas son pequeñeces... Sí, usted tiene razón, el gobierno se preocupa por los campesinos, claro que dicen las malas lenguas que en esa sierra hay guerrilleros y que la ayuda monetaria del gobierno es para comprar la lealtad indígena, pero son rumores, seguramente tratan de desprestigiar al Pronasol... ¿Qué? ¿El Comité de Defensa Ciudadana? ¡Ah sí! Es un grupo de "heroicos" ganaderos, comerciantes y charros sindicales que organizan guardias blancas para desalojos y amenazas. No, ya le dije a usted que la hacienda porfirista acabó hace 75 años... Mejor sigamos... en esa desviación tome usted a la izquierda. No, no vaya usted a Palenque. Mejor sigamos, pasemos por Chilón... bonito ¿no? Sí Yajalón... muy moderno, hasta tiene una gasolinera... mire, ese de allá es un banco, allá la Presidencia Municipal, por acá la judicial, la ganadera, allá el ejército... ¿otra vez con lo de la hacienda? Vámonos y ya no vea ese otro gran y moderno edificio en las afueras en el camino a Tila y Sabanilla, no vea su hermoso letrero de SOLIDARIDAD embelleciendo la entrada, no vea que es... una cárcel.
Bueno, llegamos al cruce, ahora a Ocosingo... ¿Palenque? ¿Está usted seguro? Bueno, vamos... Sí, bonitas tierras. Ajá, finqueros. Correcto: Ganado, café, madera. Mire, ya llegamos a Palenque. ¿Una visita rápida a la ciudad? Bueno: ésos son hoteles, allá restaurantes, acá la presidencia Municipal, la Judicial, ese es el cuartel del ejército, y allá... ¿Qué? No, ya sé qué me va a decir... no lo diga, no... ¿Cansado? Bueno, paremos un poco. ¿No quiere ver las pirámides? ¿No? Bueno. ¿Xi'Nich? Ajá, una marcha indígena. Sí, hasta México. Ajá caminando. ¿Cuánto? Mil 106 kilómetros. ¿Resultados? recibieron sus peticiones. Sí, sólo eso. ¿Sigue cansado? ¿Más? Bueno, esperemos... ¿Para Bonampak? Está muy malo el camino. Bueno, vamos. Si, la ruta panorámica... ése es el retén del ejército federal, éste otro es de la Armada, aquél de judiciales, el de más allá el de Gobernación... ¿Siempre así? No, a veces topa uno con marchas campesinas de protesta. ¿Cansado? ¿Quiere regresar? Bueno. ¿Otros lugares? ¿Distintos? ¿En qué país? ¿México? Verá usted lo mismo, cambiarán los colores, las lenguas, el paisaje, los nombres, pero el hombre, la explotación, la miseria y la muerte, es la misma. Sólo busque bien. Sí, en cualquier estado de la República. Ajá, que le vaya bien... y si necesita un guía turístico no deje de avisarme, estoy para servirle... ¡Ah! otra cosa. No será siempre así. ¿Otro México? No, el mismo... yo hablo de otra cosa, como que empiezan a soplar otros aires, como que otro viento se levanta...
Capítulo Segundo
Que narra hechos del gobernador aprendiz de virrey, de su heroico combate contra el clero progresista, y de sus andanzas con los señores feudales del ganado, el café y el comercio. Y que narra también otros hechos igualmente fantásticos.
Érase que se era un virrey de chocolate con nariz de cacahuate. El aprendiz de virrey, el gobernador Patrocinio González Garrido, a la manera de los antiguos monarcas que la corona española implantó junto con la conquista, ha reorganizado la geografía chiapaneca. La asignación de espacios urbanos y rurales es un ejercicio del poder un tanto sofisticado, pero manejado con la torpeza del señor González Garrido alcanza niveles exquisitos de estupidez. El virrey ha decidido que las ciudades con servicios y ventajas sean para los que ya todo tienen. Y decide, el virrey, que la muchedumbre está bien afuera, en la intemperie, y sólo merece lugar en las cárceles, lo cual no deja de ser incómodo. Por esto, el virrey ha decidido construir las cárceles en las afueras de las ciudades, para que la cercanía de esa indeseable y delincuente muchedumbre no perturbe a los señores. Cárceles y cuarteles son las principales obras que este gobernador ha impulsado en Chiapas. Su amistad con finqueros y poderosos comerciantes no es secreto para nadie, como tampoco lo es su animadversión hacia las tres diócesis que regulan la vida católica en el estado. La diócesis de San Cristóbal, con el obispo Samuel Ruiz a la cabeza, es una molestia constante para el proyecto de reordenamiento de González Garrido. Queriendo modernizar la absurda estructura de explotación y saqueo que impera en Chiapas, Patrocinio González tropieza cada tanto con la terquedad de religiosos y seglares que predican y viven la opción por los pobres del catolicismo.
Con el aplauso fariseo del obispo tuxtleco, Aguirre Franco, y la muda aprobación de el de Tapachula, González Garrido anima y sostiene las conspiraciones "heroicas" de ganaderos y comerciantes en contra de los miembros de la diócesis sancristobalense. "Los equipos de Don Samuel", como les llaman algunos, no están formados por inexpertos creyentes: antes de que Patrocinio González Garrido soñara siquiera con gobernar su estado, la diócesis de San Cristóbal de las Casas predicaba el derecho a la libertad y a la justicia. Para una de las burguesías más retrógradas del país, la agrícola, estas palabras sólo pueden significar una cosa: rebelión. Y estos "patriotas" y "creyentes" finqueros y comerciantes saben cómo detener las rebeliones: la existencia de guardias blancas armadas con su dinero y entrenadas por miembros del ejército federal y policías de la Seguridad Pública y la judicial del estado, es de sobra reonocida por los campesinos que padecen sus bravatas, torturas y balas.
En meses pasados fue detenido el sacerdote Joel Padrón, párroco de Simojovel. Acusado por los ganaderos de esa región de incitar y participar en tomas de tierra, el padre Joel fue detenido por autoridades estatales y recluido en el Penal de Cerro Hueco, en la capital del estado. Las movilizaciones de miembros de la diócesis de San Cristóbal (las de Tuxtla y Tapachula brillaron por su ausencia) y un amparo federal lograron la liberación del párroco Padrón.
Mientras miles de campesinos marcharon en Tuxtla Gutiérrez para exigir la liberación del padre, los ganaderos de Ocosingo enviaron a sus flamantes guardias blancas a desalojar a campesinos posesionados del predio. El Momonal: 400 hombres armados por los finqueros golpearon y destruyeron, quemaron casas, chicotearon a las mujeres indígenas y asesinaron de un tiro en el rostro al campesino Juan. Después del desalojo, los guardias blancas, en su mayoría compuestas por vaqueros de las fincas y pequeños propietarios orgullosos de compartir correrías con los mozos terratenientes, recorrieron las carreteras de la región en las camionetas pick-up facilitadas por los amos. Mostrando sus armas ostensiblemente, borrachos y drogados, gritaban: "¡La ganadera es la número uno!" y advertían a todos que era sólo el comienzo. Las autoridades municipales de Ocosingo y los soldados destacamentados en la cabecera contemplaron impávidos el desfile triunfal de los pistoleros.
En Tuxtla Gutiérrez cerca de 10 mil campesinos desfilaban por la libertad de Joel Padrón. En un rincón de Ocosingo, la viuda de Juan enterraba solitaria a la víctima del orgulloso finquero. No hubo ni una marcha, ni un rezo, ni una firma de protesta por la muerte de Juan. Este es Chiapas.
Recientemente, el virrey González Garrido protagonizó un nuevo escándalo que salió a la luz pública porque las víctimas cuentan con los medios para denunciar las arbitrariedades. Con la anuencia del virrey, los señores feudales de Ocosingo organizaron el Comité de Defensa Ciudadana, el intento más acabado de institucionalizar las guardias blancas neoporfiristas que resguardan el orden en el campo chiapaneco. Nada hubiera pasado seguramente, si no es descubierto un complot para asesinar a los párrocos Pablo Ibarren y a la religiosa María del Carmen, además de a Samuel Ruiz, obispo de la diócesis. A los párrocos y religiosas se les daba un plazo para abandonar el municipio, pero los más radicales del Comité clamaban por una solución drástica que incluyera al obispo Ruiz. La denuncia del complot corrió a cargo de la prensa chiapaneca honesta, que la hay aún, y llegó a los foros nacionales. Hubo retracciones y desmentidos, el virrey declaró que sostenía buenas relaciones con la Iglesia y nombró un fiscal especial para investigar el caso. La investigación no arrojó resultado alguno y las aguas volvieron a su cauce.
En las mismas fechas, agencias gubernamentales daban a conocer datos escalofriantes: en Chiapas mueren cada año 14 mil 500 personas, es el más alto índice de mortalidad en el país. ¿Las causas? Enfermedades curables como: infecciones respiratorias, enteritis, parasitosis. amibiasis, paludismo, salmonelosis, escabiasis, dengue, tuberculosis pulmonar, oncocercosis, tracoma, tifo, cólera y sarampión. Las malas lenguas dicen que la cifra supera los 15 mil muertos al año porque no se lleva el registro de las defunciones en las zonas marginadas, que son la mayoría del estado.. . En los cuatro años de virreinado de Patrocinio González Garrido han muerto más de 60 mil chiapanecos, pobres en su mayoría. La guerra que contra el pueblo dirige el virrey y comandan los señores feudales, reviste formas más sutiles que los bombarderos. No hubo en la prensa local o nacional una nota para ese complot asesino en acción que cobra vidas y tierras como en tiempos de la conquista.
El Comité de Defensa Ciudadana sigue su labor proselitista, realiza reuniones para convencer a ricos y pobres de la ciudad de Ocosingo de que deben organizarse y armarse para que los campesinos no entren a la ciudad por que lo destruirán todo, sin respetar ni a ricos ni a pobres. El virrey sonríe con beneplácito.
Capítulo Tercero
Que narra cómo el virrey tuvo una brillante idea y la puso en práctica y que narra también cómo el imperio decretó la muerte del socialismo y, entusiasmado, se dio a la tarea de difundirlo, para regocijo de los poderosos, desconsuelo de los tibios e indiferencia de los más. Narra también cómo Zapata no ha muerto, dicen. Y otros desconcertantes acontecimientos
El virrey está preocupado. Los campesinos se niegan a aplaudir el despojo institucional que ahora está escrito en el nuevo artículo 27 de la Carta Magna. El virrey está rabiando. Los explotados no son felices explotados. Se niegan a recibir con una servil caravana las limosnas que el Pronasol salpica en el campo chiapaneco. El virrey está desesperado, consulta a sus asesores. Ellos le repiten una vieja verdad: no bastan cárceles y cuarteles para dominar, es necesario domar también el pensamiento. El virrey se pasea inquieto en su soberbio palacio. Se detiene, sonríe y redacta...
XEOCH: Rap y mentiras
para los campesinos
Ocosingo y Palenque, Cancuc y Chilón, Altamirano y Yajalón, los indígenas están de fiesta. Una nueva dádiva del supremo gobierno alegra la vida de peones y pequeños propietarios, de campesinos sin tierra y empobrecidos ejidatarios. Ya tienen una estación local de radio que cubre, ahora sí, los rincones más apartados del oriente chiapaneco. La programación es de lo más adecuada: música de marimba y rap proclaman la buena nueva. El campo chiapaneco se moderniza. XEOCH transmite desde la cabecera municipal de Ocosingo, en los 600 megahertz en amplitud modulada, desde las 4:00 hasta las 22:00 horas Sus noticieros abundan en piedras de molino: la "desorientación" que religiosos "subversivos" predican entre el campesinado, la afluencia de créditos que no llegan a las comunidades indígenas, la existencia de obras públicas que no aparecen por ningún lado. El soberbio virrey también se da tiempo de trasmitir por XEOCH sus amenazas para recordar al mundo que no todo es mentiras y rap, también hay cárceles y cuarteles y un código penal, el más represivo de la república, que sanciona cualquier muestra de descontento popular: los delitos de asonada, rebelión, incitación a la rebelión, motín, etc., que están tipificados en los artículos de esta ley son la muestra de que el virrey se preocupa de hacer las cosas bien y punto.
No hay para qué luchar. El socialismo ha muerto. Viva el conformismo y la reforma y la modernidad y el capitalismo y los crueles etcéteras que a esto se asocian y siguen. El virrey y los señores feudales bailan y ríen eufóricos en sus palacios y palacetes. Su regocijo es desconcierto entre algunos de los escasos pensadores independientes que habitan en estos lares. Incapaces de entender, se dan a la desazón y los golpes de pecho. Es cierto, para qué luchar. La correlación de fuerzas es desfavorable. No es tiempo... hay que esperar más... tal vez años... alerta contra los aventureros. Que haya sensatez. Que nada pase en el campo y en la ciudad, que todo siga igual. El socialismo ha muerto. Viva el capital. Radio, prensa y televisión lo proclaman, lo repiten algunos ex socialistas, ahora sensatamente arrepentidos.
Pero no todos escuchan las voces de desesperanza y conformismo. No todos se dejan llevar por el tobogán del desánimo. Los más, los millones siguen sin escuchar la voz del poderoso y el tibio, no alcanza a oír, están ensordecidos por el llanto y la sangre que, muerte y miseria, les gritan al oído. Pero cuando hay un momento de reposo, que los hay todavía, escuchan otra voz, no la que viene de arriba, sino la que trae el viento de abajo y que nace del corazón indígena de las montañas, las que les habla de justicia y libertad, la que les habla de socialismo, la que les habla de esperanza... la única esperanza de ese mundo terrenal. Y cuentan los más viejos entre los viejos de las comunidades que hubo un tal Zapata que se alzó por los suyos y que su voz cantaba, más que gritar, ¡Tierra y Libertad!. Y cuentan estos ancianos que no ha muerto, que Zapata ha de volver. Y cuentan los viejos más viejos que el viento y la lluvia y el sol le dicen al campesino cuándo debe preparar la tierra, cuándo debe sembrar y cuándo cosechar. Y cuentan que también la esperanza se siembra y se cosecha. Y dicen los viejos que el viento, la lluvia y el sol están hablando de otra forma a la tierra, que de tanta pobreza no puede seguir cosechando muerte, que es la hora de cosechar rebeldía. Así dicen los viejos. Los poderosos no escuchan, no alcanzan a oír, están ensordecidos por el embrutecimiento que los imperios les gritan al oído. "Zapata" insiste el viento, el de abajo, el nuestro.
Viento segundo
El de abajo
Capítulo Cuarto
Que narra cómo la dignidad y la rebeldía se emparentan en el sureste y de cómo los fantasmas de Jacinto Pérez y mapaches recorren las sierras de Chiapas. Narra también de la paciencia que se agota y otros sucesos de ignorada presencia pero presumible consecuencia.
Este pueblo nació digno y rebelde, lo hermana al resto de los explotados del país no el Acta de Anexión de 1824, sino una larga cadena de ignominias y rebeldías. Desde los tiempos en que sotana y armadura conquistaban estas tierras, la dignidad y la rebeldía se vivían y difundían bajo estas lluvias.
El trabajo colectivo, el pensamiento democrático, la sujeción al acuerdo de la mayoría, son más que una tradición en zona indígena, han sido la única posibilidad de sobrevivencia, de resistencia, de dignidad y rebeldía. Estas "malas ideas", a ojos terratenientes y comerciantes, van en contra del precepto capitalista de "mucho en manos de pocos".
Se ha dicho, equivocadamente, que la rebeldía chiapaneca tiene otro tiempo y no responde al calendario nacional. Mentira: la especialidad del explotado chiapaneco es la misma del de Durango, el Bajío o Veracruz; pelear y perder. Si las voces de los que escriben la historia hablan de descompás, es porque la voz de los oprimidos no habla... todavía. No hay calendario histórico, nacional que recoja todas y cada una de las rebeliones y disconformidades contra el sistema impuesto y mantenido a sangre y fuego en todo el territorio nacional. En Chiapas esta voz de rebeldías se escucha sólo cuando estremece el mundillo de terratenientes y comerciantes. Entonces sí el fantasma de la barbarie indígena retumba en los muros de los palacios gobernantes y pasa todo con la ayuda de plomo ardiente, el encierro, el engaño y la amenaza. Si las rebeliones en el sureste pierden, como pierden en el norte, centro y occidente, no es por desacompañamiento temporal, es porque el viento es el fruto de la tierra, tiene su tiempo y madura, no en los libros de lamentos, sino en los pechos organizados de los que nada tienen más que dignidad y rebeldía. Y este viento de abajo, el de la rebeldía, el de la dignidad, no es sólo respuesta a la imposición del viento de arriba, no es sólo brava contestación, lleva en sí una propuesta nueva, no es sólo la destrucción de un sistema injusto y arbitrario, es sobre todo una esperanza, la de la conversión de dignidad y rebeldía en libertad y dignidad.
¿Cómo habrá de hacerse oír esta voz nueva en estas tierras y en todas las del país? ¿Cómo habrá de crecer este viento oculto, conforme ahora con soplar en sierras y en cañadas, sin bajar aún a los valles donde manda el dinero y gobierna la mentira? De la montaña vendrá este viento, nace ya bajo los árboles y conspira por un nuevo mundo, tan nuevo que es apenas una intuición en el corazón colectivo que lo anima...
Capítulo Quinto
Que narra cómo la dignidad indígena se dio en caminar para hacerse oír y poco duró su voz, y narra también cómo voces de antes se repiten hoy y de que volverán los indios a caminar pero con paso firme, y junto a otros pasos desposeídos, para tomar lo que les pertenece y la música de muerte que toca ahora sólo para los que nada tienen, tocará para otros. Y narra también otros asombrosos acontecimientos que suceden y, dicen, habrán de suceder.
La marcha indígena Xi'Nich (hormiga), realizada por campesinos de Palenque, Ocosingo, y Salto de Agua, viene a demostrar lo absurdo del sistema. Estos indígenas tuvieron que caminar mil 106 kilómetros para hacerse escuchar, llegaron hasta la capital de la República para que el poder central les consiguiera una entrevista con el virrey. Llegaron al Distrito Federal cuando el capitalismo pintaba una tragedia espantosa sobre los cielos de Jalisco. Llegaron a la capital de la antigua Nueva España, hoy México, en el año 500 después de que la pesadilla extranjera se impuso en la noche de esta tierra. Llegaron y los escucharon todas las gentes honestas y nobles que hay, y las hay todavía, y también las escucharon las voces que oprimen hoy sureste, norte, centro y occidente de la patria. Regresaron otros mil 106 kilómetros llenos los bolsillos de promesas. Nada quedó de nuevo.. .
En la cabecera municipal de Simojovel, los campesinos de la CIOAC fueron atacados por gente pagada por ganaderos de la localidad. Los campesinos de Simojovel han decidido dejar de estar callados y responder a las amenazas cumplidas de los finqueros. Manos campesinas cercan la cabecera municipal, nada ni nadie entra o sale sin su consentimiento. El ejército federal se acuartela, la policía recula y los señores feudales del estado claman fuego para volver al orden y el respeto. Comisiones negociadoras van y vienen. El conflicto se soluciona aparentemente, las causas subsisten y con la misma apariencia, todo vuelve a la calma.
En el poblado Betania, en las afueras de San Cristóbal de las Casas, los indígenas son detenidos y extorsionados, regularmente por agentes judiciales, por cortar leña para sus hogares. La judicial cumple con su deber de cuidar la ecología, dicen los agentes. Los indígenas deciden dejar de estar callados y secuestran a tres judiciales. No conformes con eso, toman la carretera Panamericana y cortan la comunicación al oriente de San Cristóbal. En el crucero a Ocosingo y Comitán, los campesinos tienen amarrados a los judiciales y exigen hablar con el virrey antes de desbloquear la carretera. El comercio se empantana, el turismo se derrumba. La noble burguesía coleta se mesa sus venerables cabelleras. Comisiones negociadoras van y vienen. El conflicto se soluciona aparentemente, las causas subsisten, y con la misma apariencia todo vuelve a la calma.
En Marqués de Comillas, municipio de Ocosingo, los campesinos sacan madera para sobrevivir. La judicial los detiene y requisa la madera para provecho de su comandante. Los indígenas deciden dejar de estar callados y toman los vehículos y hacen prisioneros a los agentes, el gobierno manda policías de seguridad pública y son tomados prisioneros de la misma forma. Los indígenas retienen los camiones, la madera y a los prisioneros. Sueltan a estos últimos. No hay respuesta. Marchan a Palenque para exigir solución y el ejército los reprime y secuestra a sus dirigentes. Siguen reteniendo los camiones. Comisiones negociadoras van y vienen. El gobierno suelta a los dirigentes, los campesinos sueltan los camiones. El conflicto se soluciona aparentemente, las causas subsisten, y con la misma apariencia todo vuelve a la calma.
En la cabecera municipal de Ocosingo marchan, desde distintos puntos de las fuerzas de la ciudad, mil campesinos indígenas de la ANCIEZ. Tres marchas convergen frente al Palacio Municipal. El presidente no sabe de qué se trata y se da a la fuga, en el suelo de su despacho queda tirado un calendario señalando la fecha: 10 de abril de 1992. Afuera los campesinos indígenas de Ocosingo, Oxchuc, Huixtlán, Chilón, Yajalón, Sabanilla, Salto de Agua, Palenque, Altamirano, Margaritas, San Cristóbal, San Andrés y Cancuc, bailan frente a una imagen gigantesca de Zapata pintada por uno de ellos, declaman poemas, cantan y dicen su palabra. Sólo ellos se escuchan. Los finqueros, comerciantes y judiciales se encierran en sus casas y comercios, la guarnición federal parece desierta. Los campesinos gritan que Zapata vive la lucha sigue. Uno de ellos lee una carta dirigida a Carlos Salinas de Gortari donde lo acusan de haber acabado con los logros zapatistas en materia agraria, vender al país con el Tratado de Libre Comercio y volver a México a los tiempos del porfirismo, declaran contundentemente no reconocer las reformas salinistas al artículo 27 de la Constitución Política. A las dos de la tarde, la manifestación se disuelve, en orden aparente, las causas subsisten, y con la misma apariencia todo vuelve a la calma.
Abasolo, ejido del municipio de Ocosingo. Desde hace años los campesinos tomaron tierras que les correspondían por derecho legal y derecho real. Tres dirigentes de su comunidad han sido tomados presos y torturados por el gobierno. Los indígenas deciden dejar de estar callados y toman la carretera San Cristóbal Ocosingo. Comisiones negociadoras van y vienen. Los dirigentes son liberados. El conflicto se soluciona aparentemente, las causas subsisten, y con la misma apariencia todo vuelve a la calma.
Sueña Antonio con que la tierra que trabaja le pertenece, sueña que su sudor es pagado con justicia y verdad, sueña que hay escuela para curar la ignorancia y medicina para espantar la muerte, sueña que su casa se ilumina y su mesa se llena, sueña que su tierra es libre y que es razón de su gente gobernar y gobernarse, sueña que está en paz consigo mismo y con el mundo. Sueña que debe luchar para tener ese sueño, sueña que debe haber muerto para que haya vida. Sueña Antonio y despierta... ahora sabe qué hacer y ve a su mujer en cuclillas atizar el fogón, oye a su hijo llorar, mira el sol saludando al oriente, y afila su machete mientras sonríe.
Un viento se levanta y todo lo revuelve, él se levanta y camina a encontrarse con otros. Algo le ha dicho que su deseo es deseo de muchos y va a buscarlos.
Sueña el virrey con que su tierra se agita por un viento terrible que todo lo levanta, sueña con que lo que robó le es quitado, sueña que su casa es destruida y que el reino que gobernó se derrumba. Sueña y no duerme. El virrey va donde los señores feudales y éstos le dicen que sueñan lo mismo. El virrey no descansa, va con sus médicos y entre todos deciden que es brujería india y entre todos deciden que sólo con sangre se librará de ese hechizo y el virrey manda matar y encarcelar y construye más cárceles y cuarteles y el sueño sigue desvelándolo.
En este país todos sueñan. Ya llega la hora de despertar...
LA TORMENTA...
...la que está
Nacerá de choque de estos dos vientos, llega ya su tiempo, se atiza ya el horno de la historia. reina ahora el viento de arriba, ya viene el viento de abajo, ya la tormenta viene... así será...
LA PROFECIA...
...la que está
Cuando amaine la tormenta, cuando la lluvia y fuego dejen en paz otra vez la tierra, el mundo ya no será el mundo, sino algo mejor.
Selva Lacandona, agosto de 1992.
domingo, 28 de septiembre de 2008
puto el que lee esto
PUTO EL QUE LEE ESTO - Roberto Fontanarrosa
"Puto el que lee esto". Nunca encontré una frase mejor para comenzar un relato. Nunca, lo juro por mi madre que se caiga muerta. Y no la escribió Joyce, ni Faulkner, ni Jean-Paul Sartre, ni Tennessee Williams, ni el pelotudo de Góngora. Lo leí en un baño público en una estación de servicio de la ruta. Eso es literatura. Eso es desafiar al lector y comprometerlo. Si el tipo que escribió eso, seguramente mientras cagaba, con un cortaplumas sobre la puerta del baño, hubiera decidido continuar con su relato, ahí me hubiese tenido a mí como lector consecuente. Eso es un escritor. Pum y a la cabeza. Palo y a la bolsa. El tipo no era, por cierto, un genuflexo dulzón ni un demagogo. "Puto el que lee esto", y a otra cosa. Si te gusta bien y si no también, a otra cosa, mariposa. Hacete cargo y si no, jodete. Hablan de aquel famoso comienzo de Cien años de soledad, la novelita rococó del gran Gabo. "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento..." Mierda. Mierda pura. Esto que yo cuento, que encontré en un baño público, es muy superior y no pertenece seguramente a nadie salido de un taller literario o de un cenáculo de escritores pajeros que se la pasan hablando de Ross Macdonald. Ojalá se me hubiese ocurrido a mí un comienzo semejante. Ese es el golpe que necesita un lector para quedar inmovilizado. Un buen patadón en los huevos que le quite el aliento y lo paralice. Ahí tenés, escapate ahora, dejá el libro y abandoname si podés. No me muevo bajo la influencia de consejos de maricones como Joyce o el inútil de Tolstoi. Yo sigo la línea marcada por un grande, Carlos Monzón, el fantástico campeón de los medio medianos. Pumba y a la lona. Paf... el piñazo en medio de la jeta y hombre al suelo. Carlitos lo decía claramente, con esa forma tan clara que tenía para hablar. "Para mí el rival es un tipo que le quiere sacar el pan de la boca a mis hijos." Y a un hijo de puta que pretenda eso hay que matarlo, estoy de acuerdo. El lector no es mi amigo. El lector es alguien que les debe comprar el pan a mis hijos leyendo mis libros. Así de simple. Todo lo demás es cartón pintado. Entonces no se puede admitir que alguien comience a leer un libro escrito por uno y lo abandone. O que lo hojee en una librería, lea el comienzo, lo cierre y se vaya como el más perfecto de los cobardes. Allí tiene que quedar atrapado, preso, pegoteado. "Puto el que lee esto." Que sienta un golpe en el pecho y se dé por aludido, si tiene dignidad y algo de virilidad en los cojones. "Es un golpe bajo", dirá algún crítico amanerado, de esos que gustan de Graham Greene o Kundera, de los que se masturban con Marguerite Yourcenar, de los que leen Paris Review y están suscriptos en Le Monde Diplomatique. ¡Sí, señor -les contesto-, es un golpe bajo! Y voy a pegarles uno, cien mil golpes bajos, para que me presten atención de una vez por todas. Hay millones de libros en los estantes, es increíble la cantidad alucinante de pelotudos que escriben hoy por hoy en el mundo y que se suman a los que ya han escrito y escribirán. Y los que han muerto, los cementerios están repletos de literatos. No se contentan con haber saturado sus épocas con sus cuentos, ensayos y novelas, no. Todos aspiraron a la posteridad, todos querían la gloria inmortal, todos nos dejaron los millones de libros repulsivos, polvorientos, descuajeringados, rotosos, encuadernados en telas apolilladas, con punteras de cuero, que aún joden y joden en los estantes de las librerías. Nadie decidió, modesto, incinerarse con sus escritos. Decir: "Me voy con rumbo a la quinta del Ñato y me llevo conmigo todo lo que escribía, no los molesto más con mi producción", no. Ahí están los libros de Molière, de Cervantes, de Mallea, de Corín Tellado, jodiendo, rompiendo las pelotas todavía en las mesas de saldos. Sabios eran los faraones que se enterraban con todo lo que tenían: sus perros, sus esposas, sus caballos, sus joyas, sus armas, sus pergaminos llenos de dibujos pelotudos, todo. Igual ejemplo deberían seguir los escritores cuando emprenden el camino hacia las dos dimensiones, a mirar los rabanitos desde abajo, otra buena frase por cierto. "Me voy, me muero, cagué la fruta -podría ser el postrer anhelo-. Que entierren conmigo mis escritos, mis apuntes, mis poemas, que total yo no estaré allí cuando alguien los recite en voz alta al final de una cena en los boliches." Que los quemen, qué tanto. Es lo que voy a hacer yo, téngalo por seguro, señor lector. Millones de libros, entonces, de escritores importantes y sesudos, de mediocres, tontos y banales, de señoras al pedo que decidían escribir sus consejos para cocinar, para hacer punto cruz, para enseñar cómo forrar una lata de bizcochos. Pelotudos mayores que dedicaron toda su vida, toda, al estudio exhaustivo de la vida de los caracoles, de los mamboretás, de los canguros, de los caballos enanos. Pensadores que creyeron que no podían abandonar este mundo sin dejar a las generaciones futuras su mensaje de luz y de esclarecimiento. Mecánicos dentales que supusieron urgente plasmar en un libro el porqué de la vital adhesividad de la pasta para las encías, señoras evolucionadas que pensaron que los niños no podrían llegar a desarrollarse sin leer cómo el gnomo Prilimplín vive en una estrella que cuelga de un sicomoro, historiadores que entienden imprescindible comunicar al mundo que el duque de La Rochefoucauld se hacía lavativas estomacales con agua alcanforada tres veces por día para aflojar el vientre, biólogos que se adentran tenazmente en la insondable vida del gusano de seda peruano, que cuando te descuidás te la agarra con la mano. Allí, a ese mar de palabras, adjetivos, verbos y ditirambos, señores, hay que lanzar el nuevo libro, el nuevo relato, la nueva novela que hemos escrito desde los redaños mismos de nuestros riñones. Allí, a ese interminable mar de volúmenes flacos y gordos, altos y bajos, duros y blandos, hay que arrojar el propio, esperando que sobreviva. Un naufragio de millones y millones de víctimas, manoteando desesperadamente en el oleaje, tratando de atraer la atención del lector desaprensivo, bobo, tarado, que gira en torno a una mesa de saldos o novedades con paso tardío, distraído, pasando apenas la yema de sus dedos innobles sobre la cubierta de los libros, cautivado aquí y allá por una tapa más luminosa, un título más acertado, una faja más prometedora. Finge. El lector finge. Finge erudición y, quizás, interés. Está atento, si es hombre, a la minita que en la mesa vecina hojea frívolamente el último best-seller, a la señora todavía pulposa que parece abismarse en una novedad de autoayuda. Si es mujer, a la faja con el comentario elogioso del gurú de turno. Si es niño, a la musiquita maricona que despide el libro apenas lo abre con sus deditos de enano. Y el libro está solo, feroz y despiadadamente solo entre los tres millones de libros que compiten con él para venderse. Sabe, con la sabiduría que le da la palabra escrita, que su tiempo es muy corto. Una semana, tal vez. Dos, con suerte. Después, si su reclamo no fue atractivo, si su oferta no resultó seductora, saldrá de la mesa exclusiva de las novedades VIP diríamos, para aterrizar en algún exhibidor alternativo, luego en algún estante olvidado, después en una mesa de saldos y por último, en el húmedo y oscuro depósito de la librería, nicho final para el intento fracasado. Ya vienen otros -le advierten-, vendete bien que ya vienen otros a reemplazarte, a sacarte del lugar, a empujarte hacia el filo de la mesa para que te caigas y te hagas mierda contra el piso alfombrado. No desaparecerá tu libro, sin embargo, no, tenelo por seguro. Sea como fuere, es un símbolo de la cultura, un icono de la erudición, vale por mil alpargatas, tiene mayor peso específico que una empanada, una corbata o una licuadora. Irá, eso sí, con otros millones, al depósito oscuro y maloliente de la librería. No te extrañe incluso que vuelva un día, como el hijo pródigo, a la misma editorial donde lo hicieron. Y quede allí, al igual que esos residuos radioactivos que deben pasar una eternidad bajo tierra, encerrados en cilindros de baquelita, teflón y plastilina para que no contaminen el ambiente, hasta que puedan convertirse en abono para las macetas de las casas solariegas. De última, reaparecerá de nuevo, Lázaro impreso, en la mano de algún boliviano indocumentado, junto a otros dos libros y una birome, como oferta por única vez y en carácter de exclusividad, a bordo de un ómnibus de línea o un tren suburbano, todo por el irrisorio precio de un peso. Entonces, caballeros, no esperen de mí una lucha limpia. No la esperen. Les voy a pegar abajo, mis amigos, debajo del cinturón, justo a los huevos, les voy a meter los dedos en los ojos y les voy a rozar con mi cabeza la herida abierta de la ceja. "Puto el que lee esto." John Irving es una mentira, pero al menos no juega a ser repugnante como Bukowski ni atildadamente pederasta como James Baldwin. Y dice algo interesante uno de sus personajes por ahí, creo que en El mundo según Garp: "Por una sola cosa un lector continúa leyendo. Porque quiere saber cómo termina la historia". Buena, John, me gusta eso. Te están contando algo, querido lector, de eso se trata. Tu amigo Chiquito te está contando, por ejemplo en el club, cómo al imbécil de Ernesto le rompieron el culo a patadas cuando se puso pesado con la mujer de Rodríguez. Vos te tenés que ir, porque tenés que trabajar, porque dejaste la comida en el horno, o el auto mal estacionado, o porque tu propia mujer te va a armar un quilombo de órdago si de nuevo llegás tarde como la vez pasada. Pero te quedás, carajo. Te quedás porque si hay algo que tiene de bueno el sorete de Chiquito es que cuenta bien, cuenta como los dioses y ahora te está explicando cómo el boludo de Ernesto le rozaba las tetas a la mujer de Rodríguez cada vez que se inclinaba a servirle vino y él pensaba que Rodríguez no lo veía. No te podés ir a tu casa antes de que Chiquito termine con su relato, entendelo. Mirás el reloj como buen dominado que sos, le pedís a Chiquito que la haga corta, calculás que ya te habrá llevado el auto la grúa, que ya se te habrá carbonizado la comida en el horno, pero te quedás ahí porque querés eso que el maricón de John Irving decía con tanta gracia: querés saber cómo termina la historia, querido, eso querés. Entonces yo, que soy un literato, que he leído a más de un clásico, que he publicado más de tres libros, que escribo desde el fondo mismo de las pelotas, que me desgarro en cada narración, que estudio concienzudamente cómo se describe y cómo se lee, que me he quemado las pestañas releyendo a Ezra Pound, que puedo puntuar de memoria y con los ojos cerrados y en la oscuridad más pura un texto de setenta y ocho mil caracteres, que puedo dictaminar sin vacilación alguna cuándo me enfrento con un sujeto o con un predicado, yo, señores, premio Cinta de Plata 1989 al relato costumbrista, pese a todo, debo compartir cartel francés con cualquier boludo. Mi libro tendrá, como cualquier hijo de vecino, que zambullirse en las mesas de novedades junto a otros millones y millones de pares, junto al tratado ilustrado de cómo cultivar la calabaza y al horóscopo coreano de Sabrina Pérez, junto a las cien advertencias gastronómicas indispensables de Titina della Poronga y las memorias del actor iletrado que no puede hacer la O ni con el culo de un vaso, pero que se las contó a un periodista que le hace las veces de ghost writer. Y no estaré allí yo para ayudarlo, para decirle al lector pelotudo que recorre con su vista las cubiertas con un gesto de desdén obtuso en su carita: "Éste es el libro. Éste es el libro que debe comprar usted para que cambie su vida, caballero, para que se le abra el intelecto como una sandía, para que se ilustre, para que mejore su aliento de origen bucal, estimule su apetito sexual y se encame esta misma noche con esa potra soñada que nunca le ha dado bola". Y allí estará la frase, la que vale, la que pega. El derechazo letal del Negro Monzón en el entrecejo mismo del tano petulante, el trompadón insigne que sacude la cabeza hacia atrás y hacia adelante como perrito de taxi y un montón de gotitas de sudor, de agua y desinfectante que se desprenden del bocho de ese gringo que se cae como si lo hubiese reventado un rayo. "Puto el que lee esto." Aunque después el relato sea un cuentito de burros maricones como el de Platero y yo, con el Angelus que impregna todo de un color malva plañidero. Aunque la novela después sea la historia de un seminarista que vuelve del convento. Aunque el volumen sea después un recetario de cocina que incluya alimentos macrobióticos. No esperen, de mí, ética alguna. Sólo puedo prometerles, como el gran estadista, sangre, sudor y lágrimas en mis escritos. El apetito por más y la ansiedad por saber qué es lo que va a pasar. Porque digo que es puto el que lee esto y lo sostengo. Y paso a contarles por qué lo afirmo, por qué tengo autoridad para decirlo y por qué conozco tanto sobre su intimidad, amigo lector, mucho más de lo que usted nunca hubiese temido imaginar. Sí, a usted le digo. Al que sostiene este libro ahora y aquí, el que está temiendo, en suma, aparecer en el renglón siguiente con nombre y apellido. Nombre y apellido. Con todas las letras y hasta con el apodo. A usted le digo.